Entiendo muy bien, y acepto mi culpa ante la oleada furibunda de mis pocos seguidores, que en las pasadas dos semanas no he publicado ni para decir 'aqui toy' pero he de decir, en mi pobre defensa, que literalmente no he tenido tiempo para hacerlo. En esta ocasión, un amigo mío, ha tenido a bien de mandarme esta artículo para que lo publique en este espacio.
Rafael Jiménez Cataño es un filósofo mexicano residente en Italia. Ha publicado los libros "La debilidad del poder creador" (2006) y "Lo desconocido es entrañable" (2008, sobre Octavio Paz). El escrito que me ha hecho llegar habla sobre el resentimiento, o mas concretamente, del estar "sentido" con alguien que al parecer es un rasgo característico de los mexicanos.
¿De veras es muy mexicano sentirse?
Rafael Jiménez Cataño
Rafael Jiménez Cataño es un filósofo mexicano residente en Italia. Ha publicado los libros "La debilidad del poder creador" (2006) y "Lo desconocido es entrañable" (2008, sobre Octavio Paz). El escrito que me ha hecho llegar habla sobre el resentimiento, o mas concretamente, del estar "sentido" con alguien que al parecer es un rasgo característico de los mexicanos.
¿De veras es muy mexicano sentirse?
Rafael Jiménez Cataño
Una
alusión a la presencia del resentimiento en el modo de ser del mexicano me hizo
recordar hace poco lo clásica que es la expresión “sentirse”. El sentido con
que oímos usar el verbo en cualquier rincón de México está bien documentado en
el Siglo de Oro. ¿Por qué parece un regionalismo mexicano?
Fue
“Los hijos de la Malinche”, un capítulo de El
laberinto de la soledad que tenía que comentar, lo que me trajo a la
memoria el tema. Escribe Octavio Paz, a propósito del perfil del mexicano: “un
psicólogo diría que el resentimiento es el fondo de su carácter”. Sale muy
espontáneo asociar el verbo sentir en
esa construcción reflexiva (más exacto sería decir “pronominal”) al carácter
local, pues, igual que éste, es un uso del verbo que parece ligado a esta zona
geográfica. No es exclusivo de México, pero es ajeno sin duda a España y a
buena parte de América Latina.
Para
rastrear su presencia en los diccionarios me voy a limitar a dos, por la
autoridad de que gozan: el de María Moliner y el de la Real Academia Española
(DRAE). En éstos y muchos otros no faltan acepciones para la construcción
pronominal, por ejemplo la que permite decir que alguien “se siente muy importante”. Pero la que aquí nos interesa está tradicionalmente
ausente del DRAE. El de María Moliner define así esa acepción: “Resentirse por
algo que se considera una muestra de falta de estimación”. Me parece que
responde con precisión al uso mexicano.
Ahora
bien, ¿qué tan mexicano es este uso? Decía que está presente en el Siglo de
Oro. El Quijote, en el capítulo 19 de
la primera parte, muestra a los protagonistas que, a mitad de la noche, se
topan con un grupo misterioso de viajeros, “una gran multitud de lumbres, que
no parecían sino estrellas que se movían”. El Caballero se quiere informar de
su condición, y francamente la retahíla de preguntas explica que aquéllos no se
quisieran detener.
—Vamos
de priesa —respondió uno de los encamisados—, y está la venta lejos, y no nos
podemos detener a dar tanta cuenta como pedís.
Y
picando la mula, pasó delante. Sintióse
desta respuesta grandemente Don Quijote, y trabando del freno, dijo:
—Deteneos, y sed más bien criado...
No
hacen falta explicaciones para ver en este “sintióse” el uso del verbo tal y
como se oye en México, y como lo define María Moliner. En el DRAE, como decía,
desde la primera edición, de 1726-39 (el Diccionario
de Autoridades), hasta la 22ª, de 2001, esta acepción nunca aparece
definida. Me refiero al llamado diccionario usual.
En 1927
la Academia editó otro tipo de diccionario, más ágil, llamado manual. En la Advertencia que introduce la segunda edición (1950) se explicaba su
índole específica: “Una característica del Diccionario
Manual fue la admisión, con liberalidad quizá excesiva, de provincialismos
americanos. Las críticas que sobre este particular se han formulado, y que la
Academia agradece sinceramente, se refieren no tanto a omisiones importantes
cuanto a inclusiones no bien justificadas, al parecer”.
Esa
liberalidad había consentido que en 1927 entrara por primera vez nuestro
provincialismo: “Resentirse, ofenderse, enojarse”. Se presentaba como uso
propio de Cuba. Lo mismo sucedió en la edición de 1950. En 1985 se eliminó la
referencia a Cuba, y en 1989 la definición apareció entre corchetes, que no sé
cómo interpretar, pues la citada Advertencia
explicaba que los corchetes indican que una voz o acepción está “en espera de
la sanción definitiva”.
Sin
esperar sanción definitiva, Cervantes había vuelto a usar esa acepción en la
segunda parte del Quijote. El primer
capítulo contiene la famosa conversación del hidalgo con el cura y el barbero.
Al narrar este último la historia de unos locos que se creen Júpiter y Neptuno,
Don Quijote, que capta la mención de la locura, replica con una vehemente
defensa de la caballería y la explícita declaración de que había entendido las
segundas intenciones del barbero.
—En
verdad, señor Don Quijote —dijo el Barbero—, que no lo dije por tanto, y así me
ayude Dios como fue buena mi intención, y que no debe vuesa merced sentirse.
—Si puedo sentirme o no —respondió Don Quijote—, yo me lo sé.
Hay que
hacer notar que, si bien esta acepción del verbo sólo aparece en el diccionario
manual de la academia, el adjetivo sentido
ya estaba presente desde el siglo XVIII. No en la primera edición, pero sí
desde la de 1780, que lo define: “El que fácilmente siente”, a lo que se añade
en latín: “Qui facile offenditur, commovetur, querulus”. Podrían quedar
dudas, ya que falta el reflexivo en la primera definición, pero el latín aclara
todo: el que fácilmente se ofende, se incomoda; y querulus se podría traducir
como ‘quejumbroso’. Ocho ediciones hasta 1852 repiten lo mismo. A partir de
1859 desaparece el latín. En 1899 se define: “Dícese de la persona que se
siente ú ofende con facilidad”, y así se mantendrá hasta la edición de 2001,
con un simple cambio de estructura en esta última (y el acento de la “u”,
suprimido desde la primera edición del siglo XX). En las ediciones del
diccionario manual, primero viene “Que se ofende con facilidad” (1927 y 1950),
y luego “Dícese de la persona que se resiente o es muy sensible a una prueba de
falta de estimación” (1985 y 1989).
También
aquí falta un matiz, me parece, si queremos expresar el significado preciso de
nuestro uso del verbo, ya que las definiciones de sentido sólo dan cuenta del adjetivo cuando se usa con el verbo ser, como una cualidad estable. Para
explicar el significado que en México tiene con el verbo estar, hace falta otra definición, o entenderlo desde la
correspondiente acepción del verbo sentirse,
pues cuando se dice que alguien está
sentido no necesariamente se le atribuye un temperamento susceptible. Si
alguien de sensibilidad normal, no quisquilloso –que no es un sentido–, sufre un desaire objetivo, y como tal lo percibe,
decimos que está sentido.
Otro
ejemplo clásico, esta vez de Quevedo, ilumina bien este matiz. En un capítulo
del libro de los Sueños, “El alguacil
endemoniado”, un espíritu habla a través del individuo poseído y reclama: Estamos muy sentidos
de los potajes que hacéis de nosotros, pintándonos con garra sin ser
aguiluchos; con colas, habiendo diablos rabones; con cuernos, no siendo
casados; y mal barbados siempre, habiendo diablos de nosotros que podemos ser
ermitaños y corregidores.
Como
siempre, es difícil encontrar una línea de Quevedo que no contenga juegos de
palabras. Esos potajes son
‘calumnias’; sobre rabones, recuerdo
que el adjetivo significa ‘falta de rabo cuando se debía tener’, o ‘tenerlo
demasiado corto’ (lo que explica “todos coludos o todos rabones”, una
contraposición que no entenderá quien piense que rabón es a rabo lo mismo
que cabezón a cabeza). Lo de los cuernos es muy claro, y lo de mal barbados quiere decir ‘con barba
rala’, o ‘corta’, a diferencia de las luengas barbas con que se suele
representar a ermitaños y letrados.
Al
demonio se le podrán atribuir todos los defectos que se quiera, pero ese pobre
diablo de Quevedo no da muestras de susceptibilidad patológica y, siendo en
verdad poco gloriosa la imagen que de ellos nos solemos forjar, está muy en su
derecho de sentirse.
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