lunes

Historia Sin Contar. Capítulo IV




Dos noticias que cayeron como balde de agua fría: la muerte de la gente del banco y… un demonio eslavo. Al escucharlas, pasé mi mano derecha por mis cabellos queriendo entender qué era aquello sobre un demonio y qué tenía que hacer en mi país y más concretamente conmigo.  Me giré sobre mis talones buscando el sofá para sentarme y poder pensar mejor. Quería aclarar mis ideas cuando escuché la voz de Claudia dirigiéndose a Carmen, la señora que acaba de llegar.

-          ¿De qué le conoces? ¿quién eres?

-          Como ya les dije, mi nombre es Carmen y parte de mis orígenes se remontan a Eslovenia. Por parte de padre soy latina, de ahí mi nombre, pero por parte de madre tengo sangre de aquel país. Al noroeste de Eslovenia, está la zona de los Alpes Julianos, y se pueden encontrar los parques naturales más extensos de Europa conocidos también como los parques de Triglaw. En esa pequeña parte del mundo se encuentra el pueblo de Bled, de donde es originaria mi madre, a las orillas del río Soca. Es un lugar espléndido, rodeado de montañas, unas cascadas al norte y un lago al sur. 

-          ¿Pero qué tiene que ver ese pueblo con lo que está pasando?- interrumpí a Carmen y observaba al inspector Galindo Vilchis quedarse en el dintel de la puerta para escuchar la explicación mesándose los bigotes.

  Carmen me observó con gesto divertido ante mi impaciencia, respiró hondo y continuó con su relato.

-          Hasta hace unos años, 110 para ser exactos, era un lugar tranquilo y se recibían las visitas de personas que querían conseguir un mineral que solo se da en los Alpes Julianos. Mis abuelos vivían del poco ganado y sembradíos que tenían. En realidad era un pueblo pobre en ese tiempo y el tener visitantes, aunque fueran mineros, le daba vida y dejaba algo de dinero. Los habitantes del lugar eran muy amigos entre sí. Había, como toda población pequeña, la gente principal del pueblo, herrero, tenderos, la guardia que cuidaba de la seguridad, etc. Como en todo lugar, existían pequeñas rencillas entre ellos pero no pasaba de ahí, en fin, que reinaba un ambiente de armonía.



-          Por lo que dices, era un lugar bastante agradable – comentó Claudia interesada en la plática- ¿Qué pasó después?

-          Según contaba mi abuela, los veranos por esos lares, eran maravillosos  – continuó Carmen-. Todo se vestía de verde, las flores estaban en todo su apogeo y la tierra olía a humedad. Las montañas lucían imponentes e invitaban a los más aventureros conquistaran sus cumbres. La gente se encontraba de buen humor, los amigos se reunían al finalizar el día y se oían historias de todo tipo. Los muchachos, ávidos de historias, se sentaban alrededor de los mayores y escuchaban con gran atención los relatos que se narraban. Mi abuelo, que contaba en ese entonces 20 años, era de los chicos que se reunía con los demás por las noches. Un tarde, al terminar la jornada de trabajo y después de haberse lavado, llegó a la posada de Jaroslav con ánimo de tomarse una cerveza con sus compañeros y oír las noticias del mundo exterior ya que, en ese momento, se hospedaban en la posada varios mineros llegados de la ciudad.  El ambiente no podía ser mejor, se escuchaban las bromas y las risas de los presentes. Las bebidas iban y venían por las mesas donde todo era algarabía, gritos y algún intento de camorra que era sofocada inmediatamente por los propios asistentes del lugar. En una esquina de la posada, se encontraba Evzen tocando su Gajda (gaita) animando el lugar con música de la región y, como suele suceder, siempre hay alguno que pone a prueba el sentido auditivo con cantos conocidos por todos.  Mi abuelo Duscha, se acercó a la barra donde vio, con gran placer, a su mejor amigo Durian.

(Los diálogos que siguen a continuación son parte de la historia de Carmen y de lo que sucedía en la Posada de Jaroslav)



-          ¡Durian! ¡Hombre! ¡Qué alegría verte por aquí! – gritó, haciéndose oír entre la multitud, el abuelo de Carmen dando una palmada en la espalda de su amigo.

-          ¡Duscha! ¡amigo mío! ¡acércate y brinda conmigo! - se giró Durian con una sonrisa franca y abalanzándose sobre su amigo le dio un gran abrazo apretándole con fuerza.

-          ¡Te estaba esperando! – gritó Durian a su amigo y tomando las dos cervezas lo invitó a que lo siguiera con un movimiento de cabeza.

Los dos jóvenes habían crecido juntos. Habían estudiado sus primeras letras con el viejo Nicholai el profesor del pueblo, y siempre que castigaban a uno el otro se encontraba a su lado. Se querían como hermanos y se sentían orgullosos que incluso sus nombres tuvieran como inicial la letra D.

-          ¿Qué tenemos hoy por aquí? Veo que se ha dejado venir todo el pueblo – dijo Duscha observando alrededor del local-.

-          Al parecer Vaclar, el anciano del pueblo, vendrá hoy a contar sus viejas historias de la montaña. Ya sabes que los mineros del pueblo siempre están ansiosos por escuchar sus historias. ¿Sabías que hoy por la tarde uno de los mineros se accidentó en una de las cuevas de las montañas?
-          No, no tenía idea. ¿Qué sucedió?

-          Pues al parecer el tipo se adentró en una cueva inexplorada para revisar si contenía el mineral que buscan pero resbaló quedando atorado en un orificio del piso.

-          Bueno, eso le puede pasar a cualquiera – comentó Duscha quitándole importancia al asunto con un gesto de la mano-.

-          Es verdad lo que dices pero el hecho es que la historia no acaba ahí – contestó Durian quedándose pensativo.

-          ¿Cómo dices?- apuró Duscha lleno de curiosidad.

-          Cuando se dieron cuenta los demás que no salía de la cueva se adentraron para asegurarse que nada malo había sucedido. Unos quinientos pasos adentro se encontraron con el minero y al dar un vistazo con las antorchas se quedaron con los ojos abiertos.

-          ¿Qué vieron? ¡Anda hombre suéltalo! – le apresuró el abuelo de Carmen.

-          La verdad no me queda muy claro pero cuentan que en el piso había un círculo con un triángulo dentro, unas velas tiradas y una piedra enorme al lado de lo que parecía ser la entrada a otra caverna. Se acercaron a ella pero un viento helado los detuvo llenándolos de temor. Se apresuraron a rescatar a su compañero y salieron como almas que lleva el diablo.

Un silencio se interpuso entre los dos amigos. Ambos metidos en sus propias ideas y, como toda gente de la montaña, llenos de supersticiones y pensamientos oscuros. Durante un largo rato se quedaron callados dando sorbos a sus tarros de cerveza cuando un ruido en la puerta y un silencio repentino en el local, hicieron que giraran para ver qué sucedía. El viejo Vaclar entraba con su largo bastón a la posada dirigiendo sus pies al centro del local. Los hombres se abrían para darle paso a aquel hombre de sobrada ancianidad. Vaclar caminaba lentamente, sin mirar a la gente que se encontraba a su lado. El ruido del bastón resonaba en toda el lugar al dar con el piso de madera. Un silencio profundo llenó los espacios que hasta se podría cortar. El más anciano del pueblo tomó su lugar en la mesa central de la posada de Jaroslav. Los hombres, tanto los del pueblo como los mineros, comenzaron a sentarse junto a él esperando a que hablara. Se dejaban oír las pesadas respiraciones de aquellas personas con los ojos ansiosos y fijos en aquel anciano.

-          Cuentan las historias antiguas que estas tierras – comenzó el viejo-, no eran lo que son ahora, tierras fértiles, habitables donde los hombres pueden vivir con tranquilidad. Existió un momento en que las guerras intestinas entre los pueblos eslavos dominaban y la paz no era posible. Las Crónicas Eslavas cuentan que el demonio Chernobog, ahora solo conocido como Dabog, era el que estaba detrás de toda esa calamidad. Organizó sus propios ejércitos para dominar a los hombres. Los antiguos códices relatan que les quitaba el corazón para comérselo y hacerse más poderoso. Aquellos que pactaban con él les respetaba sus vidas con la expresa condición que tenían que traerle víctimas para alimentarse de ellas y ayudarle a conquistar a aquellos que se negaban a servirle. El mundo era un caos y probablemente hubiera logrado su propósito sino hubiera sido por Belobog, el ángel bueno, que ayudó a reprimir todo este desastre.



-          Pero… ¿cómo es posible que un espíritu como Dabog comiera corazones? ¿No se supone que ellos ya son poderosos sin necesidad de ese tipo de alimento?- preguntó Durian.

-          Es muy cierto lo que dices, pero en realidad, para que ellos pudieran habitar la tierra, se necesitaba que adquirieran un cuerpo material. Eso los hacía vulnerables a la muerte y sus espíritus regresaban al mundo del que vinieron, sin embargo, Belobog venció a Chernobog quitándole su cuerpo material y encerrándolo en una caverna de los Alpes Julianos. Claramente son historias antiquísimas y nadie sabe el lugar donde fue encarcelado.

-          ¿Qué tiene que ver esto con lo sucedido hoy viejo? – preguntó un hombretón de forma abrupta.

-          Se dice que para encerrar al demonio negro, Belobog usó un medallón poderosísimo que tenía grabado un triángulo encerrado en un círculo, el mismo que vieron ustedes en la montaña.

El silencio y el miedo volvió a hacer presa de los presentes, como un puño de acero que no deja libre a su víctima.

(Vuelta al presente)

-          Hace 200 años fue abierta esa puerta – continuó Carmen- por unos muchachos que encontraron la cueva. El demonio solo hacía pequeñas apariciones en diferentes países y no era fácil rastrearlo.

-          ¿Pero cómo es que tú sabes todo esto Carmen? – pregunté con un hilo de voz.

-          Porque yo… yo soy descendiente directa de Vaclar y él a su vez de la familia de uno de los tres jóvenes que abrieron el portal.

-          ¿Y por qué me sigue? ¿Por qué me anda buscando? No es casualidad que haya estado en mi casa, aquí y en el banco. ¡Son los lugares que yo he estado! ¿Qué quiere de mí? – pregunté exasperado y temiendo la respuesta que empezaba a adivinar.

-          Porque tú eres el portador del medallón de Belobog. Tú desciendes de la familia que ayudó a capturarlo y son guardianes de él.

Sentí la mirada de todos sobre mí, el mundo comenzó a girar en un torbellino de sentimientos y lo último que vi fue la mirada de Carmen observando mi reacción. 

viernes

Una noche en el castillo de Harmannsdorf

Hace unos días Rafael Jiménez me envió una divertida anécdota que le sucedió en el castillo de Harmannsdorf. Cuando la leí, no pude evitar el sonreír varias veces imaginando la situación por la que pasó porque me hizo recordar algunas que me sucedieron a mí. Les comparto el escrito que me hizo llegar y espero que lo disfruten al igual que yo lo hice!.


Una noche en el castillo de Harmannsdorf

Rafael Jiménez Cataño

La única vez que he dormido en un castillo fue en el año 2000. Había pasado unos días en casa de unos amigos en un pueblo de la Carintia, en Austria. En realidad vivían en el bosque, cerca del pueblo. Volví a Viena y, unas semanas más tarde, ellos mismos me propusieron ir a casa de sus padres y suegros, respectivamente.



No sé cuántas generaciones llevará viviendo esa familia en el castillo de Harmannsdorf, a una media hora de Viena. Sin ser llamativo, tiene todos los elementos que uno contempla si se pone a soñar: murallas, foso, puente, torres. Ya para entonces sólo vivía una pareja mayor y una servidumbre mínima, tres o cuatro personas, que además vivían con los señores como si pertenecieran a la familia.
La llegada fue excitante, por todo lo que significa ese entorno y porque no me habría de limitar a visitarlo, como en tantos otros castillos, sino que iba a habitar el espacio. La familia cría perros San Bernardo que han ganado muchos concursos. Me desaconsejaron que me les acercara, por el peligro que implican no para la vida sino para la ropa, pues fácilmente ensucian –lodo, babas– y cuando uno está de viaje el percance puede volverse muy molesto. Hay también caballos y picadero para cabalgarlos bajo techo con música de Strauss.
Cuando en la noche me asignaron un cuarto, empecé a sentir emociones nuevas. Estaba aislado de los demás, al otro lado de un patio, en alto. Si yo hubiera querido buscar a mis anfitriones, habría tenido que recorrer un largo pasillo, bajar unas escaleras de piedra por un costado del patio y orientarme en un laberinto de nuevos corredores y habitaciones en serie.



Me explicaron que en ese aposento había vivido –y muerto, al parecer– Bertha von Suttner, galardonada con el primer Nóbel de la Paz. Me sentí halagado y en la cena me interesé por su figura. Más tarde, cuando me disponía a ocupar la cama en que tan insigne personalidad se volvió difunta, noté que el dato me proporcionaba un cosquilleo que no era el del puro contacto con la historia.
La recámara era inmensa, todo quedaba lejos: las puertas, las ventanas, los apagadores, las mesas y sillas donde iba a poner mis cosas. Estaba en un castillo. Es inevitable que eso traiga consigo evocaciones que no son siempre gestas guerreras, sobre todo en la noche, si uno está solo y lejos del alma amiga más cercana. Me acosté, deseando dormirme cuanto antes y despertar sólo cuando hubiera luz del día.
Por desgracia no fue así. Me desperté y, para colmo, tenía necesidad de levantarme. ¡Si al menos pudiera encender la luz antes de cualquier otra maniobra! Como dije, para llegar al interruptor había que dar varios pasos. Ya antes de dar el primero me recorrió un escalofrío, al contacto con una creatura peluda. Había olvidado que a los pies de la cama me aguardaba una piel de oso blanco. Suave, deliciosa, pero no cuando no te acuerdas y estás casi dispuesto a aceptar cualquier presencia macabra en tu cuarto.
Superado el primer susto llegué al apagador. No me topé con ninguna mano, ni pachona ni lampiña, ni con ningún tipo de alimaña, ni natural ni fantástica. Encendida la luz, todo era como lucía antes de apagarla, sin nuevas presencias, sin transformaciones alarmantes. Era un alivio, pero sólo provisional: estaba apenas al inicio de la operación que me había hecho levantar. Para llegar al baño debía salir de la pieza y atravesar un pasillo: dos puertas y varios apagadores, que había que empezar por localizar.


Al abrir la primera puerta superé con bastante dignidad el previsible rechinido. El pasillo eran tinieblas profundas. No encontrando el interruptor, preferí contentarme con la luz lejana del cuarto antes que aventurarme más lejos en su búsqueda. Abrí entonces la segunda puerta y, antes de meter la mano para buscar el apagador, un estrépito repentino me heló la sangre en un instante: algo se arrastró a corta distancia de mí. Estuve a punto de salir corriendo hacia el cuarto, pero, no sé cómo, conseguí forzarme a encender la luz. ¿Qué apareció ante mis ojos? ¿Qué fue lo que me había puesto la carne de gallina en un santiamén? Un ratón en la tina.
Nunca hubiera imaginado el poder de alivio de un ratón. En esa coyuntura fue inmenso, y en mi agradecimiento habría tenido con él los más tiernos gestos de afecto. Pero no, cuidado. Tuve la lucidez de frenar mi entusiasmo. Un ratón, en un castillo, ¡sólo Dios sabe lo que podía suceder si le daba un beso! Después de toda la confianza de mis amigos que me habían invitado a la cuna de su abolengo, ¿cómo les iba a explicar la presencia de una señorita en mi recámara? “¡Créanme, les aseguro que era un ratoncito!” No, no podía exponerme a semejante desfiguro.
Entonces pasé a una preocupación más pragmática. En la mañana pensaba usar la regadera, y no estaba dispuesto a peleármela con el animalejo ni con posibles rastros de su presencia, que de momento no había. Tomé el tapetito de salir de la tina, se lo acerqué y en un abrir y cerrar de ojos ya había salido y desaparecido por debajo de otra puerta. Me intrigó su paradero, porque yo no había notado esa otra entrada al baño. Me aseguré de que estuviera cerrada de mi lado y volví a la cama, desandando el camino con menos trepidación gracias a la inyección de realismo que me había proporcionado el roedor.
Antes de conciliar el sueño nuevamente, me pregunté por el sentido práctico del baño. Tenía una alfombra roja esponjosa que subía hasta un metro y medio por las paredes. La tina estaba en una esquina y para llegar a ella había que subir dos escalones, igualmente alfombrados, como un trono majestuoso. No tenía cortinas. Al bañarse uno, era inevitable mojar la alfombra de la pared y de los escalones. Así fue aquella mañana, por mucho que intenté ofrecer al agua superficies tan verticales como me fuera posible.
En el desayuno mi aventura suscitó regocijo. Ya disipadas las sombras de la noche la vivencia era divertida también para mí. Un rato más tarde tuve un nuevo motivo de sobresalto. Los muros eran enormes, como de un metro de ancho, a veces con una puerta por cada parte. Sucedió que abrí una puerta mientras la señora del castillo abría la del otro lado y nos asustamos mutuamente. El respingo se transformó rápidamente en risa divertida y luego, sólo para mí, en un nuevo escalofrío, cuando la señora dijo con alivio: “Menos mal. De pronto pensé que era la mujer blanca”. “¿La mujer blanca?” “Sí. Dicen que en el castillo hay una mujer blanca, aunque yo no la he visto nunca”. “Una mujer blanca… Menos mal que no me hablaron de ella anoche…” “¿Anoche? ¿Por qué?” Le conté mi incidente ratonil, con igual éxito que antes en el desayuno.
He de decir que el tiempo de convivencia más prolongado que pasé en Harmannsdorf transcurrió alrededor de la mesa de la cocina pelando nueces con mis amigos y la servidumbre. Los padres y suegros no, más por edad que por dignidad. Como experiencia semejante de faena colectiva en la cocina yo sólo tenía la de preparar el maíz para el pozole o alguna de las fases de la cadena de elaboración de los tamales en Navidad. La diferencia, como bien se ve, no es grande. Pensé si la hipotética princesa se habría reconocido en esa vida de palacio tan igualitaria. Quizá preferiría las nueces elegantemente pepenadas en la despensa y consumidas en los recovecos de la mansión, vida palaciega también.

lunes

Historia sin Contar. Cap. III



Al colgar la llamada de Claudia, no supe qué pensar ni qué hacer,  me quedé petrificado con la mirada perdida en el vacío y en mis oídos  retumbando las palabras de ella: ¡ESTÁ MUERTO! ¡LUIS ESTA MUERTO! El entendimiento se rehusaba a asimilar aquella catástrofe y me preguntaba una y otra vez ¿muerto? ¿Luis… muerto? Mi cabeza se negaba aceptarlo, todo mi ser protestaba ante aquella realidad que acaba de escuchar: tu mejor amigo… ya no está. Me recargué en la pared dejándome deslizar hasta quedar sentado en el piso con las rodillas dobladas pegándose a mi cuerpo. Tomándome la cabeza con las dos manos comencé a mesarme los cabellos como queriendo sacar aquella estúpida idea de la muerte de Luis pero era inútil, la voz de Claudia, abrasada en sollozos, entró como un torrente de luz dejándome claro aquella terrible realidad dando paso a un llanto como resultado de ésta gran pérdida.

No tengo certeza del tiempo transcurrido pero para cuando empecé a moverme, me di cuenta que tenía las articulaciones entumidas por la falta de movilidad. Respirando hondo, obligué a mis miembros a obedecer no pudiendo evitar un gemido de dolor al enderezarlos. “Me estoy volviendo viejo” pensé para mis adentros y dando un último estirón me levanté. Sacudí el polvo de mi ropa de forma mecánica, di un último vistazo alrededor del cuarto donde estaba, tomé mi mochila con la computadora dentro y decidí que ya no tenía nada qué hacer en aquel lugar. Antes de salir de la casa, y dirigirme a la de mis amigos, bajé a la cocina a tomar la llave de seguridad de la caja fuerte donde guardaba todo lo que tenía algún valor personal o económico para mí. Recé para que el monstruo no la hubiera encontrado, y para mi sorpresa, la cocina ¡se hallaba incólume! La llave estaba escondida en el interior de un bote de café. Siempre he sido un tanto paranoico con respecto a la visita domiciliar de los amigos de lo ajeno así que, para no facilitarles las cosas, todo lo de valor lo tengo guardado en el banco. Me colgué la llave al cuello y salí por la puerta trasera sin voltear a ver lo que había sido mi hogar tres días antes.

Era un día nublado y frío. La neblina no se había levantado en todo el día y era poca la gente que circulaba por las calles dando la impresión de tristeza. Observaba las ventanas de las casas donde el fuego de las chimeneas ardía, las familias se reunían alrededor de ellas y las risas de los niños celebrando las tazas de chocolate caliente que las madres servían. Hacía tres días que la vida me sonreía, un trabajo bien remunerado, una hermosa chica con la que comenzaba a salir y un montón de amigos con los que salía a pasar el tiempo. De la nada, sin saber por dónde, fui atacado por un ser que no tenía ni idea de qué era, mi casa destruida y mi mejor amigo muerto. Luego estaba aquella marca que no se me quitaba del brazo, además, nadie la podía ver más que yo ¿en qué clase de cuento de hadas o monstruos estaba yo metido?, ¿qué significaba todo aquello?, ¿dónde podría encontrar respuestas o al menos pistas para poder aclarar todo? Por más que me devanaba la poca materia gris que tenía todo lo que veía era la misma oscuridad de siempre. Lo único claro que tenía era que mis sentidos se habían despertado de una forma inaudita ¿por qué? Ni idea. Pasé antes por el banco a recoger mis cosas de la caja fuerte que eran mis documentos para salir del país, un medallón que mi madre antes de morir me dejó, el cual, había pertenecido a mi abuela. Tomé el dinero en efectivo que guardaba ahí para alguna emergencia y, como es claro, ésta era una de ellas.

Por fin llegué a la casa de Luis. Alrededor se encontraban una ambulancia y una patrulla policíaca. Honestamente me resistía a entrar, tenía miedo de encontrarme con su cuerpo y de ponerme a llorar como una Magdalena enfrente de los demás. Por otro lado, estaba Claudia, ¿qué le diría? ¿cómo la podría consolar? Súbitamente caí en la cuenta que no me había dicho ¡de qué murió! Yo supuse que fue el horripilante ser pero ¿fue así?,  ¿no habrá muerto por otro motivo? Algo en mi interior me decía que no existía otra explicación plausible, que la causa de su fallecimiento era él, el monstruo. Suspiré y me encaminé al interior.

El cuadro con el que me hallé enfrente de mis ojos no podía ser más triste, más doloroso. Claudia lloraba, sentada en un sofá, tomándose las manos con fuerza y restregándoselas con nerviosismo. Un policía, supuse que lo era por la gabardina que vestía y un bloc de notas en sus manos, sentado a su lado esperaba pacientemente. Los paramédicos, con sus estetoscopios colgados alrededor del cuello, se movían empujando equipos, que sabe Dios para qué servían. Otros policías caminaban alrededor de la casa como una estampida de elefantes tocando todo, observando todo. Claudia levantó la vista y al verme se paró rápidamente tirándose encima de mí para abrazarme y continuar llorando. Lo único que pude hacer en ese momento fue hacer exactamente lo mismo: abrazarla y llorar la muerte de Luis.

El capitán Ángel G. Vilchis, nombre del detective vestido de gabardina, tocándose la punta de su bigote y cruzando su pierna,  se dispuso a escuchar las historias que teníamos que contarle ambos. Tenía cara de tótem indio, sin expresión, hierática, dispuesto a escuchar quizá una historia más de muertos. Sacó una pluma bic del bolsillo de su camisa, abrió su bloc y con un simple “adelante” nos animó a hablar. Yo le conté toda mi historia, ocultando lo de mis súper sentidos y las manchas verdes en mi casa. Al terminar de referirle lo que tenía que decirle, me pareció ver una tenue sonrisa de incredulidad, quizá de burla, pero inmediatamente desapareció. Yo me quedé en silencio esperando alguna pregunta pero su mirada se posó en Claudia - ¿Señora?-. Ella me miró un momento, asentí con la cabeza, y regresando sus ojos a él comenzó.

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Poco después de que él se fue, refiriéndose a mí, Luis discutió conmigo alegando que con mi actitud daba a entender que yo creía la historia del monstruo, que esas cosas eran cosas de una cabeza afectada y que me olvidara de ellas – se fijó en mí como en tono de disculpa-. La realidad era que yo no tenía ningún argumento con qué rebatirle pero en el fondo creía la historia. Salí enfadada de la habitación y salí a la calle a tomar un poco de aire fresco, quería despejar la cabeza. Llevaría unos treinta o cuarenta minutos fuera cuando algo en el ambiente cambió, el aire se hizo más denso porque era difícil respirar, la temperatura bajó rápidamente y una inusitada oscuridad cubrió el lugar, sin embargo, me podía mover con rapidez, el frío no afectaba mis miembros. Me giré para todos lados, esperando que el monstruo apareciera, pero nada, solo un silencio mortal. 

Noté, que los árboles a lo largo de la calle, en dirección a mi casa, mientras más se alejaban de donde yo estaba, se iban llenando de escarcha. Al mirar al cielo, la oscuridad se hacía más densa en esa dirección, las nubes, negras como las fauces de un lobo, se arremolinaban cerca de mi hogar. Un miedo terrible se apoderó de mi corazón y soltando un gran grito comencé a correr hacia aquí. La gente del vecindario salía de sus casas gritando, se tiraban al piso revolcándose y tomándose de la cabeza o intentaban subir a sus coches para huir de ahí.  Había automóviles chocados y cláxones sonando sin parar.   Mientras más me acercaba más difícil era coordinar mis movimientos, el frio hacía presa de mis articulaciones y mis piernas terminaron por temblar con espasmos de frio y dolor. Mi casa se visualizaba desde el lugar donde había caído, unos nubarrones negros se cernían sobre ella, y se palpaba, no encuentro otra palabra para describirlo, la maldad que emanaba de aquel lugar. Mi respiración era entrecortada, mi visión comenzaba a fallar y sentía que pronto perdería el conocimiento pero de pronto, una voz como venida de lejos, llegó a mis oídos:

-          ¿Dónde esstaá? – era un voz sibilante y llena de ira- ¿Dónde esstá?

Yo esperaba escuchar la voz de mi marido pero solo escuchaba aquella horripilante voz. Segundos antes de perder el conocimiento escuché un grito desgarrador y todo se volvió oscuridad. Al despertar todo estaba en orden, las nubes habían desaparecido, el frío, todo… todo igual que antes. Todavía con mis piernas y brazos adoloridos, me levanté, y abrazada a mí misma me encaminé con pasos inseguros a la entrada de mi casa. La perilla de la puerta estaba rota, un olor asqueroso se colaba del interior. Con una mano abría la puerta temiéndome lo peor, todo se encontraba en penumbras. Cuando mis ojos se acostumbraron a ella vi con espanto que todas las cosas se hallaban tiradas y rotas, las paredes tenían esos surcos que usted ha visto, como si unas garras hubieran pasado por ellas. El olor era insoportable pero el apuro por encontrar a Luis hizo que siguiera avanzando. Mis pisadas hacían eco al pisar los objetos tirados o escombro de las paredes, mis ojos observaban cada recoveco del lugar, cada rincón, y mi corazón se aceleraba desbocado al no hallar ningún rastro de él. Todas las habitaciones se encontraban en la misma situación, el piano roto, cuadros, estanterías, todo. Al llegar a la cocina el olor era peor, era nauseabundo, asqueroso y estuve a punto de no entrar si no fue porque de reojo alcancé a ver una mano sobre la mesa. Se me cortó el aliento, me llevé la mano al pecho, abrí la puerta con la otra y ahí estaba Luis, sentado y la mitad de su cuerpo sobre la mesa con los ojos perdidos en el vacío.
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El inspector G. Vilchis se arrellanó en el sillón tomando las últimas notas de la declaración de Claudia, un policía le alargó un papel y él, sin prisas, lo leyó. Alzó la vista hacia nosotros, nos observó largamente y nos preguntó si tomábamos droga a lo cual respondimos que no. Asintió, pasó la mano por el bigote y se rascó la barbilla.

-     ¿Saben qué tengo aquí en la mano? Es el resultado preliminar del forense y hay algo extraño en todo esto, más bien inaudito, este papel arroja que el difunto no tenía …corazón.

Al escuchar esto di un brinco y con voz ronca pregunté:

-      ¿Qué ha dicho? ¿le abrieron el pecho? ¿ladrones de órganos?

-   ¡Eso es imposible señor Inspector! ¡Yo misma lo vi y no tenía nada el pecho! – exclamó Claudia con vehemencia.

-      Eso que dice es verdad señora y al revisar el cuerpo no muestra señales de violencia a excepción de su rostro que refleja un rictus de dolor y desesperación. Por eso mismo he dicho que es inaudito – restregándose la punta del bigote que al parecer era parte de su personalidad.

-    Señor Inspector ¿me dejaría usted ver el cadáver? Quisiera asegurarme que lo que dicen ustedes es verdad – dije mirándolos alternativamente a los dos.

Claudia me miró con extrañeza y luego con una súbito entendimiento, le rogó al Inspector que me dejara verlo. El policía asintió y nos guió hasta presencia del cadáver que se hallaba ya en una bolsa de plástico negra, bajó el cierre, la abrió de par en par y con un movimiento de la cabeza me indicó que me acercara. El rostro era una pura masa de terror pero no se observaba ningún golpe u otro signo de violencia. Bajé mi mirada hacia al pecho, le abrí la camisa y tal como me lo temía, ahí estaba, una cicatriz circular, roja y tan grande como el puño de un boxeador. Pasé la yema de mis dedos alrededor de ella palpándola.

-          ¿La tiene? – escuché la voz de Claudia detrás de mí.
-          ¿Tiene qué? – preguntó el detective.
-          La cicatriz.
-          ¿Qué cicatriz? – preguntó con vehemencia el policía.

Le conté sobre la cicatriz que yo tenía, se la mostré, pero obviamente aclaró que no la percibía. No sé qué pensaría el Inspector pero seguramente que éramos un par de chalados que disfrutábamos de algunos shots de marihuana. Suspiró, guardó la libreta y dijo con voz calmada:

-      Haré que los revisen a ustedes dos. Marcas que no se ven, torbellinos, frío. No salgan de la ciudad sin avisarme.
-   ¿Perdón? – me atreví a preguntar- ¿No salir de la ciudad? ¿Ha tomado declaración a la gente de la colonia?
-     No señor, así que será mejor que un toxicólogo los revise a usted y a la señora y déjenos a los testigos a nosotros. Ya les avisaremos el adelanto de las investigaciones.
-    ¡Oiga usted! ¿acaso piensa que nosotros nos estamos inventando esto?,  ¿y el corazón?, ¿cómo lo explica?, ¿somos magos o qué? – exclamó airada Claudia
-       Señora, por favor… yo…
-     ¡Señor! – entró un policía corriendo – ¡Han atacado el banco! ¡Han matado a todos!

Escuchamos petrificados la notica y de forma intempestiva se abrió la puerta donde estábamos y vimos a una señora de mediana edad parada en la puerta. Nos quedamos sin habla y esperando alguna explicación.

-       Perdonen ustedes por mi súbita aparición. Mi nombre es Carmen y lo que dicen estos dos señores es verdad. Su nombre es Dabog el demonio eslavo


miércoles

Historia sin Contar. Cap. II




Habían transcurrido dos días después del incidente en mi casa. Como era obvio, después de haber vivido aquellos terribles acontecimientos, no tenía intención de regresar a mi casa pero en el fondo sabía que en algún momento tenía que suceder. ¿Qué había pasado?, ¿quién era aquel ser que estuvo en mi casa y que había matado a mi mascota?,  ¿por qué fue a mi casa?,  ¿queria algo de mí o solo se encontró conmigo de forma fortuita? Todo aquello era muy extraño y no sentía ninguna gana de averiguarlo pero, por otro lado, quería saber la respuesta o respuestas. Me puse a repasar paso a paso lo sucedido aquella noche: el frío, mi falta de movilidad, el aliento nauseabundo de aquel ser y aquella vestimenta oscura que llevaba. Mis pensamientos no terminaban de aclararse cuando de pronto, sentí un resquemor en mi brazo derecho y al bajar la vista me sorprendió ver una ligera cicatriz en mi piel. Su forma era una línea delgada y ligeramente roja. Mi sorpresa se debía, a que momentos antes, no estaba y me había cuidado de revisarme que no tuviera nada después de lo sucedido. Era extraño entonces que tuviera aquella cicatriz. Llamé a Luis, el amigo con el que me quedaba, para corroborar que no estaba sufriendo alucinaciones.

-          -- Luis, ven, acércate – le dije al verle entrar al cuarto. ¿Ves esta cicatriz que tengo en el brazo?. Luis se acercó al lugar en donde me encontraba y le dio un vistazo a mi brazo. Al ver su cara ceñuda comprendí que algo no estaba bien, admito que me puse un tanto nervioso y esperé impaciente su respuesta.

-          - ¿Cuál cicatriz? – preguntó todavía buscando con su mirada en mi brazo.

-         -   ¿Cómo cuál cicatriz? ¡Ésta! – y le señalé con el dedo donde se hallaba aquella horrenda marca.

-          - Mira, no sé de qué me hablas, pero ahí no hay nada. ¿Estás seguro que has dormido bien? ¿Te has tomado tus medicinas?

-         -  Háblale a Claudia tu mujer y pregúntale- respondí de mal humor pensando que me estaba jugando una mala pasada. Luis con calma fue por Claudia y regresaron los dos un momento después. Él le había explicado lo que había pasado y ella se acercó lentamente a mi lugar. Le enseñé el brazo, lo miró por un momento y volteando a verme movió su cabeza negativamente.

-         -  Oye – dijo Luis adelantándose a que yo comentara algo – tranquilo, no es que no te creamos pero la realidad es que no vemos esa cicatriz que tú dices. He escuchado que la falta de descanso te puede provocar alucinaciones y tú no has dormido bien desde ese día.

-          - No estarás diciendo que…

-         -  ¡Esperen! – interrumpió Claudia –. El día que llegaste aquí gritando que te ayudáramos, recuerdo que me llamó la atención que no soltabas tu brazo precisamente ahí donde dices tener la marca. Cuando te recostamos en el sofá, y  pedíamos ayuda médica, intenté varias veces quitártelo de ahí sin llegar a tener éxito. Era como si… un gran dolor emanara de ahí y tú lo intentabas apaciguar con tu mano – terminó diciendo esto más para sí que para nosotros.

Guardamos silencio por un rato, cada quien sumido en sus propios pensamientos, analizando las palabras que nos había dicho Claudia. Yo no recordaba nada de lo que había dicho ella pero estaba claro que tenía relación directa con aquella cicatriz que me acababa de aparecer. ¿Cómo me la hice y en qué momento sucedió? La cabeza me daba vueltas solo de pensar en aquello. Por otro lado, era evidente que Luis no me creía nada de lo que les había contado, él más bien pensaba que había sufrido un ataque en la calle y que en algún momento de la refriega recibí un golpe en la cabeza provocándome un trauma psicológico. Claudia, por su parte, se le veía sumida en sus propios pensamientos y leía la duda en su semblante. Ella no había dicho nada de mi historia, más bien por el contrario, al escucharla atentamente, su cara se tornó seria y pálida pero no dijo ninguna palabra al respecto. Cuando Luis trajo a la policía y a un médico, creyendo firmemente que había sido atacado, no encontraron nada que pudiera acusar a alguien, mucho menos, como cabía esperarse, una pista que les diera una pista que seguir. ¡Dios! ¡qué pesadilla estaba viviendo! Se me vinieron a la cabeza aquellos accidentes cuando caminaba por la calle, la oscuridad que sobrevino y los ancianos gritando de desesperación la noche anterior a mi propio suceso. ¿QUÉ CARAJOS ESTABA SUCEDIENDO? Resolví regresar a mi casa, averiguar si era posible, alguna pista que me ayudara a resolver aquel misterio.

-        -  Luis, Claudia, necesito ir a mi casa. Necesito intentar dilucidar qué pasó – comenté con una calma que no sentía en mi interior. La verdad es que estaba muy nervioso y tenía un miedo atroz pero necesitaba saber, necesitaba hacer algo para entender. Mis dos amigos me miraban un tanto sorprendidos pero asintieron al mismo tiempo. Luis intentó decir algo pero Claudia lo contuvo con un movimiento de su mano.

-       -   Está bien. Ve con cuidado y cuídate. Cualquier cosa… llámanos. – dijo casi telegráficamente Claudia. Sus ojos denotaban miedo y comprensión.


Me envolví en mi chamarra y tomé camino a la que hacía tres días atrás la consideraba mi casa. No sabía qué iba a encontrar. Me daba miedo llegar, entrar y descubrir algo que me llevara aquel ser de ultratumba. Nunca había sentido nada parecido, el frío que me había embargado no era terrenal, era como si me hubieran despojado de todo calor humano, de cualquier sentimiento que te hacía sentir tan humano y caer en un gran agujero negro y sin ninguna esperanza. Era como la maldad absoluta envolviera todo mi ser y la felicidad fuera una cosa sin sentido e inalcanzable. Solo se escuchaban mis pasos al chocar contra la acera en aquel día frío de invierno. Me dirigía sin prisa, pero inexorablemente,  al lugar de aquella horrenda pesadilla. ¿Qué me econtraría? No tenía respuesta a aquella pregunta pero solo de pensarla un escalofrío recorría mi espina dorsal. Por fin, después de desear con toda mi alma no llegar, se presentaba ante mí aquella estructura de cemento y metal llamada con anterioridad: mi hogar. Se presentaba ante mi mirada lúgubre, siniestra, maldita. Tuvo que pasar un largo tiempo antes de decidirme a entrar. El miedo me impedía dar un paso adelante y mi voluntad no era capaz de vencerlo. Finalmente, haciendo acopio de todas mis fuerzas di el primer paso. Abrí la puerta con lentitud y me llegó un vaho de un olor a podredumbre, a humedad y maldad. Sé que es imposible, para nuestros sentidos,  oler la maldad pero no encuentro otra palabra apropiada cuando percibí aquél olor.

Al entrar, súbitamente me di cuenta que todos mis sentidos se pusieron alerta, podía palpar, ver, oler, oír y gustar de una forma que antes no lo había hecho. Era una sensación extraña tener de repente una sensibilidad extraordinariamente desarrollada. Las motas de polvo que flotaban en el aire tenían tal nitidez que veía cada rugosidad de ellas, flotaban en el ambiente como si quisieran ser observadas y admiradas por aquella visión que ahora poseía. Observé el piso de madera con detenimiento y pude observar cada grieta de él, incluso, y me da un poco de pena decirlo, vi manchas de suciedad que al parecer no quité al hacer yo la limpieza. Recordé a mi madre detrás de mí diciéndome como agarrar una escoba o un trapeador pero como se ve nunca aprendí bien. No se me da mucho el arte de la escoba pensé para mí. Continué con mi exploración deteniéndome en el sillón donde leí aquella noche, la taza de chocolate que supuestamente limpiaría la mañana siguiente – hombres, pensé, ¿por qué no seremos como las mujeres que no se acuestan hasta que limpian todo? – el cigarrillo consumido en el cenicero, mi maletín del trabajo sobre el sillón, mi bufanda tirada a un lado de él, y… ¿qué es eso? – miré asombrado en la escalera una especie de mancha verde -. 
Intrigado me acerqué lentamente sin quitar la vista de ella, como si temiera que al voltear a otro lado desaparecería. Al llegar al borde del primer escalón, me di cuenta que la mancha subía a lo largo de todos los escalones. Observé que la mancha emitía una luminosidad intermitente parecido al de las luciérnagas pero sin llegar apagarse del todo. Poco a poco, comencé a subir los escalones siguiendo aquel rastro y encontrarme en la sala de mi propia noche de terror. Con espanto vi en el suelo a mi pobre gato, destrozado y partido a la mitad. Recorrí con la vista el lugar y pareciera que un terremoto lo hubiera sacudido. Todo estaba destrozado, arañado y tirado por todo el piso… ¿pero qué demonios pasó aquí? Caminé por todos los cuartos y me encontré que todo se encontraba en la misma situación. ¡Gemí pensando en el trabajo de limpieza que eso representaría! Por todos lados se observaba la mancha verde y cayendo en cuenta – dándome una palmada en la frente exclamé- ¡es el rastro de este bastardo! Con frenesí volví a recorrer todo el lugar observando los lugares en los que se había detenido, cama, cajones, closets, maderas levantadas ¡este canalla buscaba algo!  pero ¿QUÉ? Súbitamente la temperatura cayó, el frío volvía recorrer el lugar, y aunque era parecido al anterior, no era tan intenso como en aquella atención. Presté más atención pero no percibía nada, ninguna presencia, ningún olor extraño solo frío. Me quedé quieto por un momento más y volví a moverme, bajé las escaleras, examiné la cocina, baños, cuartos y nada, ninguna presencia extraña. Sabía que algo sucedía pero no era precisamente en aquel lugar. Decidí caminar por los alrededores de mi casa por si notaba algo raro cuando imprevistamente sonó el teléfono. Corrí a contestar, algo extraño presentía de aquella llamada así que contesté inmediatamente.

-         - ¿Diga? ¿quién habla? – pregunté al contestar.

-         -   ¡VEN LO MAS RAPIDAMENTE QUE PUEDAS! ¡LUIS ESTA MUERTO! ¡MUERTO! – era Claudia.