viernes

Una noche en el castillo de Harmannsdorf

Hace unos días Rafael Jiménez me envió una divertida anécdota que le sucedió en el castillo de Harmannsdorf. Cuando la leí, no pude evitar el sonreír varias veces imaginando la situación por la que pasó porque me hizo recordar algunas que me sucedieron a mí. Les comparto el escrito que me hizo llegar y espero que lo disfruten al igual que yo lo hice!.


Una noche en el castillo de Harmannsdorf

Rafael Jiménez Cataño

La única vez que he dormido en un castillo fue en el año 2000. Había pasado unos días en casa de unos amigos en un pueblo de la Carintia, en Austria. En realidad vivían en el bosque, cerca del pueblo. Volví a Viena y, unas semanas más tarde, ellos mismos me propusieron ir a casa de sus padres y suegros, respectivamente.



No sé cuántas generaciones llevará viviendo esa familia en el castillo de Harmannsdorf, a una media hora de Viena. Sin ser llamativo, tiene todos los elementos que uno contempla si se pone a soñar: murallas, foso, puente, torres. Ya para entonces sólo vivía una pareja mayor y una servidumbre mínima, tres o cuatro personas, que además vivían con los señores como si pertenecieran a la familia.
La llegada fue excitante, por todo lo que significa ese entorno y porque no me habría de limitar a visitarlo, como en tantos otros castillos, sino que iba a habitar el espacio. La familia cría perros San Bernardo que han ganado muchos concursos. Me desaconsejaron que me les acercara, por el peligro que implican no para la vida sino para la ropa, pues fácilmente ensucian –lodo, babas– y cuando uno está de viaje el percance puede volverse muy molesto. Hay también caballos y picadero para cabalgarlos bajo techo con música de Strauss.
Cuando en la noche me asignaron un cuarto, empecé a sentir emociones nuevas. Estaba aislado de los demás, al otro lado de un patio, en alto. Si yo hubiera querido buscar a mis anfitriones, habría tenido que recorrer un largo pasillo, bajar unas escaleras de piedra por un costado del patio y orientarme en un laberinto de nuevos corredores y habitaciones en serie.



Me explicaron que en ese aposento había vivido –y muerto, al parecer– Bertha von Suttner, galardonada con el primer Nóbel de la Paz. Me sentí halagado y en la cena me interesé por su figura. Más tarde, cuando me disponía a ocupar la cama en que tan insigne personalidad se volvió difunta, noté que el dato me proporcionaba un cosquilleo que no era el del puro contacto con la historia.
La recámara era inmensa, todo quedaba lejos: las puertas, las ventanas, los apagadores, las mesas y sillas donde iba a poner mis cosas. Estaba en un castillo. Es inevitable que eso traiga consigo evocaciones que no son siempre gestas guerreras, sobre todo en la noche, si uno está solo y lejos del alma amiga más cercana. Me acosté, deseando dormirme cuanto antes y despertar sólo cuando hubiera luz del día.
Por desgracia no fue así. Me desperté y, para colmo, tenía necesidad de levantarme. ¡Si al menos pudiera encender la luz antes de cualquier otra maniobra! Como dije, para llegar al interruptor había que dar varios pasos. Ya antes de dar el primero me recorrió un escalofrío, al contacto con una creatura peluda. Había olvidado que a los pies de la cama me aguardaba una piel de oso blanco. Suave, deliciosa, pero no cuando no te acuerdas y estás casi dispuesto a aceptar cualquier presencia macabra en tu cuarto.
Superado el primer susto llegué al apagador. No me topé con ninguna mano, ni pachona ni lampiña, ni con ningún tipo de alimaña, ni natural ni fantástica. Encendida la luz, todo era como lucía antes de apagarla, sin nuevas presencias, sin transformaciones alarmantes. Era un alivio, pero sólo provisional: estaba apenas al inicio de la operación que me había hecho levantar. Para llegar al baño debía salir de la pieza y atravesar un pasillo: dos puertas y varios apagadores, que había que empezar por localizar.


Al abrir la primera puerta superé con bastante dignidad el previsible rechinido. El pasillo eran tinieblas profundas. No encontrando el interruptor, preferí contentarme con la luz lejana del cuarto antes que aventurarme más lejos en su búsqueda. Abrí entonces la segunda puerta y, antes de meter la mano para buscar el apagador, un estrépito repentino me heló la sangre en un instante: algo se arrastró a corta distancia de mí. Estuve a punto de salir corriendo hacia el cuarto, pero, no sé cómo, conseguí forzarme a encender la luz. ¿Qué apareció ante mis ojos? ¿Qué fue lo que me había puesto la carne de gallina en un santiamén? Un ratón en la tina.
Nunca hubiera imaginado el poder de alivio de un ratón. En esa coyuntura fue inmenso, y en mi agradecimiento habría tenido con él los más tiernos gestos de afecto. Pero no, cuidado. Tuve la lucidez de frenar mi entusiasmo. Un ratón, en un castillo, ¡sólo Dios sabe lo que podía suceder si le daba un beso! Después de toda la confianza de mis amigos que me habían invitado a la cuna de su abolengo, ¿cómo les iba a explicar la presencia de una señorita en mi recámara? “¡Créanme, les aseguro que era un ratoncito!” No, no podía exponerme a semejante desfiguro.
Entonces pasé a una preocupación más pragmática. En la mañana pensaba usar la regadera, y no estaba dispuesto a peleármela con el animalejo ni con posibles rastros de su presencia, que de momento no había. Tomé el tapetito de salir de la tina, se lo acerqué y en un abrir y cerrar de ojos ya había salido y desaparecido por debajo de otra puerta. Me intrigó su paradero, porque yo no había notado esa otra entrada al baño. Me aseguré de que estuviera cerrada de mi lado y volví a la cama, desandando el camino con menos trepidación gracias a la inyección de realismo que me había proporcionado el roedor.
Antes de conciliar el sueño nuevamente, me pregunté por el sentido práctico del baño. Tenía una alfombra roja esponjosa que subía hasta un metro y medio por las paredes. La tina estaba en una esquina y para llegar a ella había que subir dos escalones, igualmente alfombrados, como un trono majestuoso. No tenía cortinas. Al bañarse uno, era inevitable mojar la alfombra de la pared y de los escalones. Así fue aquella mañana, por mucho que intenté ofrecer al agua superficies tan verticales como me fuera posible.
En el desayuno mi aventura suscitó regocijo. Ya disipadas las sombras de la noche la vivencia era divertida también para mí. Un rato más tarde tuve un nuevo motivo de sobresalto. Los muros eran enormes, como de un metro de ancho, a veces con una puerta por cada parte. Sucedió que abrí una puerta mientras la señora del castillo abría la del otro lado y nos asustamos mutuamente. El respingo se transformó rápidamente en risa divertida y luego, sólo para mí, en un nuevo escalofrío, cuando la señora dijo con alivio: “Menos mal. De pronto pensé que era la mujer blanca”. “¿La mujer blanca?” “Sí. Dicen que en el castillo hay una mujer blanca, aunque yo no la he visto nunca”. “Una mujer blanca… Menos mal que no me hablaron de ella anoche…” “¿Anoche? ¿Por qué?” Le conté mi incidente ratonil, con igual éxito que antes en el desayuno.
He de decir que el tiempo de convivencia más prolongado que pasé en Harmannsdorf transcurrió alrededor de la mesa de la cocina pelando nueces con mis amigos y la servidumbre. Los padres y suegros no, más por edad que por dignidad. Como experiencia semejante de faena colectiva en la cocina yo sólo tenía la de preparar el maíz para el pozole o alguna de las fases de la cadena de elaboración de los tamales en Navidad. La diferencia, como bien se ve, no es grande. Pensé si la hipotética princesa se habría reconocido en esa vida de palacio tan igualitaria. Quizá preferiría las nueces elegantemente pepenadas en la despensa y consumidas en los recovecos de la mansión, vida palaciega también.

No hay comentarios.: